Cada mañana, al alba, hacían cola. Eran
parientes, amigos o amores de los desaparecidos de El Salvador. Buscaban
noticias o venían a darlas; no tenían otro lugar donde preguntar o dar
testimonio. La puerta de la Comisión de Derechos Humanos estaba siempre
abierta; y también se podía entrar por el boquete que la última bomba
había abierto en la pared.
Desde que la guerrilla crecía en los
campos salvadoreños, el ejército ya no usaba cárceles. La Comisión
denunciaba ante el mundo: Julio: aparecen decapitados quince niños menores de catorce años que habían sido detenidos bajo la acusación de terrorismo. Agosto: trece mil quinientos civiles asesinados o desaparecidos en lo que va del año…
De los trabajadores de la Comisión,
Magdalena Enríquez, la que más reía, fue la primera en caer. Los
soldados la arrojaron, desollada, a la orilla de la mar. Después fue el
turno de Ramón Valladares, acribillado en el barro del camino.
Quedaba Marianela García Vilas:
—Yerba mala nunca muere —decía ella.
La liquidan cerca de la aldea La Bermuda,
en las tierras quemadas de Cuscatlán. Ella andaba con su cámara de
fotos y su grabadora, reuniendo pruebas para denunciar que el ejército
arroja fósforo blanco contra los campesinos alzados.
"Con toda suavidad, cuenta que los policías la han secuestrado, atado,
golpeado, humillado, desnudado —y que la han violado. Lo cuenta sin
lágrimas ni sobresaltos, con su calma de siempre, pero el arzobispo
Arnulfo Romero jamás había escuchado estas vibraciones de odio en la voz
de Marianela, ecos del asco, llamados de la venganza; y cuando
Marianela calla, el arzobispo, atónito, calla también..."
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