7/12/14

Ellacuría: historia y liberación


Filosofó hasta el final, asumió su posibilidad postrera: dar testimonio con su muerte; así culminó su entrega 

"No podía ni sabía hacer otra cosa. Un espíritu interior lo impulsaba. Filosofaba por vocación. Hasta tal punto que sostenía que una vida sin filosofar no merecía la pena, y por ello, cuando le dijeron que dejara de filosofar para poder seguir viviendo, prefirió tomar la cicuta de su condena a muerte. No quiso abandonar la ciudad, ni dejar de filosofar, las dos condiciones que le ponían para salvar la vida”. Estas palabras de Ignacio Ellacuría sobre Sócrates son el mejor resumen del desenlace de su propia vida. Un desenlace que vino determinado por su manera comprometida de entender la historia.

 Para Ellacuría, desarrollando algunos conceptos fundamentales de la filosofía de Xavier Zubiri, la historia es el ámbito en el que se ha de realizar –se ha de hacer efectiva– la ética. La historia no nos viene dada de un modo inexorable. La historia se hace, es decir, constituye un proceso de creación en el que el hombre elige entre diversas posibilidades, y es una tarea ética. Mientras que, para Zubiri, el hombre tiene que hacerse cargo de la realidad, para Ellacuría el ser humano está obligado a encargarse de la realidad y, además, a cargar con ella. Lo que constituye un imperativo ético que obliga al hombre en conciencia, no sólo en tanto que integrante de una clase social, sino como miembro –a la vez solitario y solidario– de la humanidad. Un imperativo del que Ellacuría derivó –inmerso en la realidad hiriente de Latinoamérica– una voluntad de liberación fundada en la idea de que la realidad histórica es la realidad radical y, además, una realidad dinámica obra del hombre, que elige entre las posibilidades ofrecidas en cada situación y momento del proceso histórico. La tarea de la filosofía es contribuir críticamente a la liberación de la historia, lo que implica tomar partido.

 De este núcleo de pensamiento dedujo Ellacuría que la función crítica de la filosofía está orientada, como ejercicio supremo de la razón, a la liberación de los pueblos del oscurantismo, de la ignorancia y de la falsedad. Es decir, que la función crítica de la filosofía ha de tener por objeto, en primer lugar, la ideología dominante, como fundamento estructural que es de todo sistema social. Estas ideas, trasladadas al ámbito teológico, no implican que la Iglesia haya de convertirse en una fuerza política –ya que la Iglesia nunca ha de perseguir el poder–, sino que, para ser fiel a su misión, ha de promover la salvación integral del hombre, que tiene una dimensión política. Lo que comporta, sin perjuicio de que la liberación sea inicialmente personal –ya que sólo cada persona en cuanto tal puede ser liberada–, que, para ser plena, la liberación ha de ser también estructural –social, política y económica–, habida cuenta de que las personas viven inmersas en sistemas sociales con vocación de continuidad impuesta al servicio del núcleo dominante. De esta sostenida vocación de continuidad impuesta se desprende –según Ellacuría– que la violencia originaria es la injusticia estructural, que mantiene por la fuerza –mediante estructuras económicas, sociales políticas y culturales– a la mayor parte de la población en una situación de violación permanente de sus derechos humanos. Lo que Ellacuría percibía con especial dramatismo en Centroamérica, una región que ha vivido ancestralmente y sigue viviendo, aunque en grados diferentes, en una situación económica que impide a la mayor parte de la población satisfacer sus necesidades básicas.

La indudable grandeza de Ellacuría –el alto valor ejemplar de su vida y de su muerte– no radica sólo en el vigor de su pensamiento filosófico ni en la altura de los objetivos que se marcó, sino en la estricta coherencia existente entre lo que pensó, lo que dijo y lo que hizo. Puede decirse de él, con palabras de la Escritura, que fue fiel hasta el extremo, hasta la muerte. Como ha escrito Pedro Sols, Ellacuría “quiso que su filosofía estuviese al servicio de los pobres de la Tierra, no de una manera panfletaria, sino dando elementos de comprensión de la realidad histórica. Siendo teólogo, supo articular el mensaje de salvación del cristianismo con los gritos de liberación de todo un subcontinente, el Latinoamericano, que se desangraba por estructuras injustas y por dictaduras de una crudeza enorme”.

Hace veinticinco años que fue asesinado por el ejército salvadoreño, en la residencia de los jesuitas en la Universidad Centroamericana de El Salvador, junto con otros cinco jesuitas –Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan-Ramón Moreno y Joaquín López–, la cocinera –Elba Ramos– y su hija Celina. Ellacuría acababa de regresar de Barcelona, a donde había acudido para recoger el Premio Comín. Dada la situación de violencia institucional desatada entonces en El Salvador, sabía lo que podía pasarle. Eligió estar allí. No abandonó la ciudad. Filosofó hasta el final. Asumió su posibilidad postrera: dar testimonio con su muerte. Así culminó su entrega".

Artículo publicado en La Vanguardia ayer 6 de diciembre obra de Juan José López Burniol (Alcanar, Montsià, 1945), licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha sido decano del Colegio de Notarios de Cataluña y vicepresidente del "Consejo General del Notariado" de España, entre 1987 y 1989; magistrado del Tribunal Superior de Andorra (1987-1993) y del Tribunal Constitucional de Andorra (1993 - 2001).

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