3/5/15

"El campamento" de Julio Alejandre

El Campamento es un relato de Julio Alejandre que podeís encontrar en su blog "La Otra literatura":

"Llevabas varado dos días en aquel poblacho de la frontera, sin posibilidad alguna de entrar en el campamento porque el señor Colindres, representante del ACNUR, se había negado repetidamente a extenderte un permiso de entrada: “no depende de mí, dijo, entienda que hay que tramitarlo con el Estado Mayor”. Dos días de vegetar en las áridas callejas de San Marcos, de dormir en un hospedaje mugriento y solitario.


Pero te rescató Marieta, la enfermera, “yo lo llevo con la ambulancia”, dijo, y sin pensárselo dos veces fue a sacar al motorista, que ya estaba en su cuarto, acostado, y os subisteis todos en el vehículo. Cruzó deprisa las cuatro callejas de San Marcos, dando tumbos y traqueteando en los agujeros del empedrado. Dejasteis atrás el poblado débilmente iluminado y entrasteis en el pinar. Los faros del carro perforaban la negrura amenazadora y fronteriza. Ibais en silencio, desvanecida ya la euforia del primer momento. Trepasteis la pendiente, culebreando el carro en el resbaladizo camino, alcanzasteis el copete del cerro y apareció el puesto de guardia, la tranca cruzada de una a otra orilla.

El motorista detiene la ambulancia, da un toque suave al claxon, que se despierten pero que no parezca impertinente, y a su llamada salen dos soldados de la caseta, medio dormidos, abrochándose la guerrera. Uno de ellos rodea el vehículo y se acerca a la ventanilla donde asomaba Marieta: “traemos dos enfermos de Tegucigalpa” y le planta ante los ojos una hoja escrita a máquina. El soldado apenas se fija en el papel y sus ojos aún resienten la pesadez del sueño. Con una débil linterna ilumina el interior de la ambulancia y ve un bulto en el asiento posterior. Le devuelve el papel a la enfermera: “está bueno”, y hace ademán al camarada para que hale de la cuerda y levante la tranca.

El carro atraviesa el retén y deja atrás a los soldados, que regresan a la caseta para seguir descansando. Ahora bajáis por un camino estrecho que blanquea entre los pinos, dais varias vueltas, ascendéis un repecho y, de pronto, ves una gran explanada de tierra blanquecina y un mar de techos de lámina que brillan bajo la claridad de la luna. “Es el campamento uno”, dice Marieta. El carro cruza junto a las primeras champas, enfila una calle y desemboca una especie de placeta de tierra. Todo queda a oscuras cuando el motorista detiene el carro y apaga los faros. En su lugar ha encendido las luces de emergencia. Bajo su intermitencia anaranjada ves acercarse a varias figuras que han salido de la nada. Marieta se baja del vehículo y se reúne con ellas. Hablan unos minutos, pero sus palabras te llegan deshilachadas por el viento, apenas retazos sueltos que no alcanzas a entender. Marieta señala hacia el carro y una persona asiente. Ahora te está haciendo señas para que bajes y te acerques. Sales del carro y llegas junto a ellos. Por el rabillo del ojo ves cómo una sombra desaparece en algún lugar de la noche. Con la luz intermitente, te cuesta distinguir los rostros de quienes rodean a la enfermera. Parecen hombres mayores. “Este es Juan García, dice Marieta, es amigo del padre Michael”. Asientes mecánicamente a una afirmación tan gratuita. “Aquí se los dejo”, concluye la enfermera. Antes de subir al carro, le da la mano. Todo el mundo está ofreciendo la mano continuamente, cuando te conocen, cuando te encuentran por la mañana, cuando te despiden por la noche y cuanta ocasión se cruzan contigo; pero el apretón que te da Marieta es fuerte, amplio, presiona su pulgar sobre el envés de tu mano, obligándote a alzar la mirada y ves en sus ojos una tensión cálida.

Alguien te toca suavemente el brazo y te dice: “Venga”. Lo sigues. El carro ha arrancado y encendido los faros y su resplandor aturde. Ves, mientras caminas, cómo sus luces indican su avance a medida que se aleja por la pendiente del cerrito. El hombre que camina delante de ti lo hace envarado, tiene las piernas muy delgadas y se toca con un sombrero curioso. Es más alto que tú. Atravesáis un callejón lleno de casetas de tabla, tan cercanas, que si extendieras los brazos podrías tocar ambos lados simultáneamente. Dobláis por otro más estrecho aún y el hombre se detiene frente a una champa con las paredes de lámina. Destraba con las manos un alambre y abre la puerta que cerraba. Penetra delante de ti. No ves nada. Huele a almacén. El hombre prende una linterna y con su exigua luz te señala un camastrón, pero has percibido vagamente que es un lugar amplio. “Aquí se va a quedar. Ya mañana platicamos”, y te ofrece la mano para despedirse, una mano rígida como una tabla, que no quiere ser estrechada sino solamente tocada, como el beso ritual que nos damos mejilla con mejilla.

Se marcha dejando la puerta encajada. Lo has seguido y ves que hay una cuña de madera, clavada en el marco, por si quisieras trabar la puerta, pero no lo haces y vuelves a tientas al camastrón. Encima hay una esterilla de algún tipo de palma entretejida. Cuelgas tu mochila en la cabecera del camastrón y te dejas caer agotado sobre él. No te quitas la ropa, ni siquiera te zafas los zapatos. Todo los músculos del cuerpo te duelen de la tensión de la última hora y en la boca continúa latiéndote el insidioso dolor del empaste roto. Cierras los ojos porque quieres descansar, porque tienes la imperiosa necesidad de que todas estas nuevas impresiones y emociones reposen y se asienten para que mañana puedan ser analizadas a la clara luz de la mañana".

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