5/10/18

La música que sale de una cárcel de niñas


El pasado 28 de septiembre Marcela Zamora, reconocida documentalista salvadoreña e internacional asistió a un concierto muy especial que tuvo lugar en el esplendido Teatro Nacional de San Salvador. Público expectante, miradas de complicidad, emociones a flor de piel...  Desde Huacal, a la distancia, acompañando con alegria e ilusión a un grupo de niñas,  un grupo de música clásica... nos emocionamos al escuchar las voces y las notas de un himmo que recorre todo el continente, vamos caminando...

Y así nos lo explica Marcela en un artículo en el diario El Faro:

Ayer, un día antes del día del niño, regresé a casa un poco tarde, después de un día entero en el Teatro Nacional, filmando a un grupo de niñas del centro penitenciario del ISNA que daban un concierto sinfónico. Niñas, penitenciario, sinfónico. Mientras cambiaba a Maria para dormir, me hizo una de esas preguntas que suelen desatar en mí un chorro de reflexiones contenidas, a menudo dolorosas:

—Mama, ¿a quién filmaste hoy?

Me quedé pensando un poco la respuesta.

—A un grupo de niñas que están en la cárcel y formaron un grupo sinfónico, o sea, de música clásica, con la ayuda de gente que cree en darles una nueva oportunidad.

—¿En la cárcel? ¿Como las niñas a las que tiene el presidente Trump enjauladas?

—Más o menos, hija —alcancé a decir. Y se abrió larga conversación con mi hija de 5 años sobre las detenciones de niños migrantes en el Sur de Estados Unidos, las de menores delincuentes en El Salvador, y sus diferencias que al final a mí me parecieron pocas.

Las veinte niñas de la orquesta de cuerdas del ISNA cumplen pena en la cárcel, pero dan una vez al año un concierto en el Teatro Nacional para sus familiares y para personalidades que quieran conocer el trabajo que hacen, dirigido por la organización cultural TNT (Tiempos Nuevos Teatro). El director de TNT, Julio Monge, insiste en que no es un proyecto de reinserción sino de inserción, porque estas niñas nunca estuvieron inmersas en la sociedad. Cuando arrancó, este proyecto reunió a niñas del Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha para recibir clases de música dentro del penal. Como me contó Julio, al inicio ni se hablaban, y se insultaban cuando podían, pero años después, sin ser amigas, las niñas de una y otra pandilla se tratan con respeto y platican entre ellas como si las letras y números que han marcado su corta vida no fueran ya un abismo entre ellas.

Yo las conocí hace dos años y me enamoré de inmediato del proyecto. Se me amontonan las anécdotas acumuladas que les podría contar para hacerles reflexionar sobre las segundas oportunidades (o primeras), pero elegiré tres:

Estaba entrevistando a la niña 1. Era muy tímida, pero sabia de sí misma que era de las lideres dentro del penal. Su historia era la misma de todas. “¿Por qué entraste a la pandilla”, le pregunte. Ella me contó cómo su padrastro pegaba a su madre cada vez que llegaba borracho a casa. La golpeó varias veces a ella. Me contó que un día ese hombre casi mató a golpes a su madre, que llevaba a su hermanito en el vientre. Ese día no soportó mas y se fue de casa, a las calles, donde encontró a su familia de las letras.

Luego de una larga conversación me fijé en su mano. En la piel que une los dedos gordo e índice tenía tatuada una carita triste.

Le pregunte que significaba ese dibujo en particular. Tenía otros. Ella me contestó que ese rostro tatuado era ella, “dura por fuera para sobrevivir a la calle y luego a la cárcel, pero por dentro una carita triste que llora por las noches”. Con ese tatuaje quería recordarse a esa niña que a veces olvidaba que era. No olvidar la fragilidad.

La niña 2 es una chica muy delgada, muy muy tímida. Me costó la entrevista con ella. Hablaba muy bajito y pronunciaba pocas palabras. Su mirada estaba siempre dirigida a la ventana que daba al exterior del Teatro, a la ciudad por la que pasaban transeúntes libres.

Después de un rato le pregunte qué era la vida para ella. Por un momento pensé que me iba a decir que era lo que había afuera de esa ventana, pero giró la cabeza y me miró a mí. Su respuesta fue muy corta: “La vida para mí”, me dijo, “es este este grupo de música, es ese violín que ve ahí, es el momento en el que lo puedo tocar y sacarle música. Con ese violín aprendí que soy buena para algo y que alguien por fin me puede escuchar”.

Luego le pregunte qué era la muerte. “La muerte sería ya no poder estar en este grupo y tocar mi instrumento”.

Muy alta, muy rubia, de ojos azules, la niña 3 tiene una belleza despampanante. Me llamó la atención su actitud. Altanera, con la frente muy en alto. Llegó a la silla caminando como lo haría una modelo de pasarela. “Eres muy hermosa”, le dije. “Sí, es por mi papá, que era alemán”, respondió. “Por él estoy aquí”.

Pensé en ese momento que su padre había abusado de ella, que su relato seguiría los pasos de la niña numero 1. “¿Por qué tu papá?, ¿qué pasó?” Ella se quedó pensando un rato. Desapareció la adolescente altanera. Pareció volver a tener nueve años de edad. Bajó el rostro.

“Mi papá vino de Alemania, conoció a mi madre y al poco tiempo me tuvieron a mí. Mi madre no trabajaba. Solo él. Él me amaba. No se imagina cómo me cuidaba. Hasta me hacía peinados lindos. Y yo lo amaba a él. Pero un día se fue de casa. Yo tenía nueve años. Mi madre sintió que se quedaba sola en el mundo y que ya nada valía la pena. Yo la dejé y me fui a la calle”. Allí conoció a los números. Allí comenzó a delinquir.

“¿Extrañas a tu padre?, le pregunté. Se le cortó la voz al decir “mucho”.

—Estoy segura que cuando salga de aquí él va ha estar ahí afuera, esperándome para cuidarme otra vez.

Recogí en dos años decenas de historias de abandono, de violencia intrafamiliar, de niñas perdidas y confundidas, de falta de amor, de una sociedad que abandona a sus niñas y las condena no a vivir sino a sobrevivir en la calle junto a otro grupo de niños que guardan rencor, mucho rencor, y que convierten la frustración en violencia.

Ayer volví a ver su orquesta y se me llenó el alma de esperanza. Es difícil mantener la esperanza en este país, pero ayer la encontré en un grupo de niñas encarceladas a las que Julio Monje y su equipo no abandonaron. Creyeron en ellas, les dieron la oportunidad de encontrarse con personas que las respetan. Eso es lo que falta en este país: adultos que en vez de ver solo lo malo que hacen nuestros niños y jóvenes les reafirmen y rescaten lo bueno que tienen en el corazón.

Julio Monge cuenta que, al inicio, las niñas no le hablaban mucho. Le tenían desconfianza. Pero ahora que ha pasado el tiempo muchas lo abrazan y le llaman papá.

Gracias, Julio, por creer y luchas por estas niñas. Y por mostrarnos, poco a poco, que el camino de una sociedad libre de violencia está a veces en dar una primera oportunidad.

No puedo publicar fotos de ellas pero les dejo en video una de las melodías que ayer tocaron junto los músicos de la Joven Camerata de El Salvador (JOCA) y el grupo musical de mujeres “Las musas desconectadas”.

Si escuchan con atención escucharán, entre notas, el camino de salida que busca Latinoamérica.



 *Marcela Zamora es documentalista. Entre sus largometrajes más recientes están “Los ofendidos”, sobre las víctimas de tortura durante la guerra civil de El Salvador, y “El cuarto de los huesos”, sobre el trabajo de Medicina Legal para identificar los cuerpos de desaparecidos. Con su productora Kino Glaz ejecuta actualmente diversos proyectos de prevención de Violencia en El Salvador.

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