30/8/16

“Los mendigos me amaban” de Carlos Henríquez Consalvi “Santiago”

Novedad editorial del MUPI, el libro sobre Ernesto Interiano “Los mendigos me amaban” de Carlos Henríquez Consalvi “Santiago”, con los comentarios de Tania Bello, Amparo Marroquín y Carlos Gregorio López.

Esta nueva publicación del Museo de la Palabra y la Imagen, MUPI, trata sobre la vida de Ernesto Interiano (1917-1943), joven santaneco que en los años cuarenta se convirtió en leyenda, perseguido como enemigo público durante el régimen del General Hernández Martínez. La obra esta profusamente ilustrada con fotos y documentos, que permiten reconstruir la vida cotidiana de la ciudad de Santa Ana. La edición y corrección de textos estuvo a cargo de Tania Primavera Preza y Carmen Álvarez, el diseño gráfico de Pedro Durán.

 Si alguien se pregunta para qué sirve un libro sobre un muerto en un país de tantos muertos, habría que decir que el libro de Santiago no sirve, al menos no desde el punto de vista de este mercado de fines utilitaristas al que nos han acostumbrado. Este no es un libro que sirve para pasar de grado o para ganar la materia de historia en la universidad. Tampoco sirve para mejorar los negocios, no habla de hábitos de personas eficaces, no nos dará dinero. Este es un libro que quiere contar una historia.

El libro cuenta sobre un héroe popular, el joven Ernesto Interiano (1917-1943), asesinado a balazos a los 26 años. Su vida llena de aventuras y sobre todo su muerte a manos del dictador de turno, lo convirtieron en una especie de Francisco Villa, un héroe por fuera de lo oficial que defendía a los pobres y a los desposeídos, mientras que con sus aventuras desafiaba y molestaba al orden establecido. No solo es el héroe pendenciero y defensor de los pobres, mujeriego y justiciero, sino también ese personaje que después de su muerte sigue siendo destinatario de las tribulaciones de los pobres, hacedor de milagros, santo de todos.

A través de entrevistas, notas de prensa, archivos, documentos, testimonios y fotografías, este libro le sigue los pasos a Interiano. Y como en un trabajo de curaduría, recupera palabras ya sedimentadas en la tradición de las y los salvadoreños. Muchos otros héroes y heroínas ha construido el MUPI con sus investigaciones históricas, desde Prudencia Ayala, la mujer que a inicios del siglo XX desafió a los poderes masculinos y lanzó su candidatura a la presidencia, hasta Roque Dalton ese poeta burlador que nombró al país como nadie lo había hecho.

Gracias al trabajo de investigación del Museo hemos recuperado personajes que pasaron por la vida de nuestro país y que fueron auténticamente populares, Interiano lo es, al menos en dos sentidos: los héroes populares son siempre personajes molestos al poder, suelen tener finales trágicos o son perseguidos en varios momentos. El segundo elemento es que estos personajes se desdibujan, se vuelven leyenda, no se sabe dónde termina la fantasía y dónde empieza la realidad. De hecho, Santiago recupera en este libro la desinformación constante en los medios de comunicación, el desprestigio para nuestro personaje, los muchos rumores y, en una elipsis temporal, lo trae hasta nuestros días, hasta las sesiones espiritistas en las que el ánima de Interiano cuenta sus andanzas, revela asesinos y consuela a las víctimas.

El libro de Santiago recupera la religiosidad, un ámbito fundamental de la cultura popular. Seguramente por eso me trajo a la memoria la historia de Puerto Berrío, en Antioquia, Colombia, un pueblo al que bajaban cadáveres arrastrados por la corriente del río Magdalena. Los parroquianos de este pueblo, recogían y adoptaban esos muertos anónimos: cada quien tenía un muerto a quien enflorar, a quien rezarle, a quien pedirle milagros. Esta historia, recogida por la periodista Patricia Nieto en el libro Los escogidos, también nos sitúa otros ante héroes populares a quien la gente pone una cruz y velas y flores a cambio de favores. Interiano y Puerto Berrío hablan de esto que somos. Sociedades religiosas, hondamente sincréticas, mestizadas, mezcladas, pero también silenciadas. En el mundo de lo popular, se gana siempre al final, después de la vida, como en el caso de Ernesto Interiano. Cada vez más seguidores atestiguan sus milagros y se multiplican los altares con un vaso con agua, claves rojos y ruda.

La historia de Interiano nos dice quiénes somos y de dónde venimos, recupera ciertos guiños de los héroes populares que perviven en la memoria. Pero falta la telenovela sobre Interiano, el blog que recupera sus milagros uno a uno, el videojuego en donde, por fin, todos somos Interiano, y burlamos al ejército del dictador para salir triunfantes, al final, al otro lado de la muerte. Este libro coloca, entonces, un reto. En el ámbito de las narrativas centroamericanas, lo transmedia está muy lejos de ser una realidad. La narrativa transmedia (en inglés Transmedia storytelling) es un tipo de relato donde la historia se despliega a través de múltiples medios y plataformas de comunicación, y en el cual una parte de los consumidores asume un rol activo en ese proceso de expansión.

Y justo por no servir para nada este es un libro recomendable. El francés Roland Barthes decía en su lección inaugural de semiología en 1977, que si le dieran a elegir, quemaría los libros que quieren convencernos de algo, los textos académicos, los de ciencia, y dejaría solo la literatura. Porque esas historias que llegan sin la pretensión de dictar cátedra son los libros en los que mejor aprendemos, aquellos en donde saber y saborear son una misma cosa: aprender desde el asombro, desde la risa.

El libro puede adquirirse en el MUPI y en principales librerías salvadoreñas.


24/8/16

El nacimiento y la espera de la desafiante Iglesia El Rosario


Rodeado de ruinas y predios baldíos, camuflado por una estructura gris y sucia, el centro de San Salvador esconde uno de los edificios más ilustres y significativos de toda Latinoamérica. Una obra tan polémica y desafiante que tuvo que ser supervisada por el Papa Juan XXIII, quien la apadrinó en 1962 como un experimento previo del revolucionario Concilio que se avecinaba. El edificio y su contenido son las obras culmen del arquitecto y escultor salvadoreño Rubén Martínez.

Bastan los ojos para quedar deslumbrado ante la Iglesia de El Rosario de Rubén Martínez. Sin embargo, sus ochenta metros de longitud, sus veintidós de altura, los miles de vidrios coloreados que llenan el templo de una luz intensa y continuamente renovada, el efecto óptico de un espacio que se agranda o empequeñece según nos movemos por su interior, la agradable temperatura, la intimidad radiante del conjunto y esa extraña sensación de estar protegido son solo la apariencia de una obra total que aúna los mayores logros técnicos, una extraordinaria sensibilidad artística y una elaborada simbología que da sentido a cada uno de los componentes estructurales y decorativos del edificio.

Fue la primera parroquia y por mucho tiempo la más importante de San Salvador. Probablemente fundada en 1545 y situada en la muy colonial Plaza de Armas, fue el punto neurálgico desde el que partía la retícula de calles, avenidas y plazas que aún hoy da forma a la capital. En 1842 se convirtió por fin en catedral después de una dura lucha comenzada veinte años atrás por el cura José Matías Delgado. Elevar El Salvador al rango episcopal fue, sino el principal, al menos el más tangible de los logros perseguidos por la declaración de Independencia.



Durante las siguientes tres décadas El Rosario fue el escenario privilegiado del nuevo orgullo nacional hasta que en 1873 un fuerte sismo hundió el edificio y los nuevos aires secularizantes llevaron su reconstrucción dos cuadras hacia el Poniente, al convento que acababa de serle expropiado a los dominicos, a la par del recientemente construido Palacio Nacional. El Rosario sería reedificado en 1903 pero ya no como sede episcopal sino como nueva iglesia de los dominicos, cuando éstos fueron readmitidos en el país. Durante la primera mitad del siglo XX El Rosario estuvo hecho de lámina y madera (como la recientemente desaparecida Igesia San Esteban) y redujo su tamaño para compartir solar con el palacio arzobispal.

Sin embargo ya a finales de la década de los cincuenta del siglo XX la antigua iglesia no bastaba para satisfacer las necesidades de una feligresía creciente, entusiasta y tremendamente enriquecida.
Corrían años de esplendor burgués en el país, por aquel entonces el más industrializado de toda América Central y tercera potencia mundial en la exportación de café. Una nueva majestuosidad modernizadora pobló de imponentes edificios el centro capitalino y abrió las mentes de algunos jóvenes artistas a las atrevidas ideas de las vanguardias internacionales. Rubén Martínez tenía poco más de treinta años cuando el superior de los dominicos, Alejandro Peinador, le encomendaba el diseño del nuevo templo. Martínez había cursado solo unos años de estudios universitarios sin llegar a completar la carrera de ingeniería civil. Para desempeñar su oficio se servía de una asertiva intuición y la colaboración de socios con mejor ficha técnica. Pero fue su determinación la que le llevó a asumir el encargo y a tal fin estudiar liturgia y frecuentar a algunos de los religiosos, como fray Carlos del Cid y fray Domingo de Iturgaiz, que de Europa traían indicios de la que habría de ser la mayor revolución ocurrida en el seno de la Iglesia Católica.

El Segundo Concilio Vaticano no había salido aún de la mente del papa Juan XXIII cuando Rubén Martínez se anticipaba con éxito a algunos de los grandes cambios que estaban a punto de transformar el cosmos católico. En 1962 entregó al superior de los dominicos los planos de la nueva iglesia dedicada a la Virgen de El Rosario. La utilización del espacio sería completamente distinta, el altar cambiado de sitio y la feligresía convertida en el centro de gravitación. Prescindiría de la tradicional planta de cruz latina y la orientación hacia el Este. Eliminaría todo elemento divisorio y privado (columnas, gradas, girolas, capillas…). El nuevo templo sería como el vientre materno donde se aloja la comunidad de iguales que conformaría la iglesia del futuro.


El entusiasta apoyo de los dominicos no sirvió en cambio para que el arzobispo de El Salvador diera su aprobación. En un gesto de excepcional audacia, el padre Alejandro decidió llevarse consigo todas estas ideas para someterlas a la consideración del mismísimo sumo pontífice romano. Juan XXIII supervisó personalmente los planos de Rubén Martínez y encontró que encarnaban a la perfección los experimentos que ese mismo año comenzaban a tomar forma en el II Concilio Vaticano (1962-65). La iglesia ideada por el joven Rubén Martínez sería levantada en el centro de San Salvador, en el centro de América, como punta de lanza del nuevo espíritu eclesiástico contrario al elitismo de las misas en latín, decantado por los pobres y la religiosidad popular, algo más respetuoso con la libertad religiosa, sensible a las nuevas teorías educativas y pista de despegue de interpretaciones teológicas tan arriesgadas como vivificantes.

En tan solo treinta días el padre Alejandro estaba de vuelta en El Salvador con los planos aprobados por el papa en persona. Se trataba de una gran victoria pero también de una temible imprudencia. El arzobispado no colaboraría en la construcción de la nueva iglesia y, aunque el papa había convertido el proyecto en intocable, de las arcas episcopales no saldría ni un centavo para su ejecución. No había por tanto ni tiempo ni recursos que perder.

Rubén Martínez instaló su vivienda a pie de obra y pasó los siguientes siete años completamente sumido en la elaboración del nuevo templo de la Virgen de El Rosario. Las estrecheces presupuestarias (doscientos sesenta mil dólares fue el costo total de la obra) exigieron raudales de improvisación y audacia. Ante la imposibilidad de contar con sofisticada maquinaria, los andamios, los encofrados, las grúas y elevadores fueron construidos con madera, poleas y palancas.

Paradójicamente la Iglesia de El Rosario, en tantos aspectos emancipada de toda referencia al pasado, acabó siendo construida con técnicas más propias del Medievo. Y, al igual que las catedrales góticas, la idea original sufrió importantes modificaciones. El templo construido por Rubén Martínez creció como crecen los organismos, adquiriendo su forma de manera gradual, dialogando con las circunstancias, parcialmente emancipándose de la idea.

Leer más. Artículo de Antonio García Espada, Doctor en Historia por el Instituto Universitario Europeo y profesor de Historia del Arte en la Universidad Don Bosco e Investigador de la Dirección Nacional de Investigaciones, publicado en El Faro.

18/8/16

En el centro histórico de San Salvador la Iglesia de El Rosario

 

Con esta iniciamos dos entradas dedicadas a un espacio singular de la capital salvadoreña, la iglesia de El Rosario.

Después de las fundaciones de la Villa de San Salvador, en 1525 y en 1528, en La Bermuda; se logró cierta tranquilidad en el poblado de Cuscatlán. En 1539, por diversas razones, los habitantes empezaron a moverse hacia el llamado Valle de las Hamacas. El lugar elegido fue el que dieron en llamar Cuesta del Palo Verde, cerca del Río Acelhuate, en lo que después sería el barrio de Candelaria. El sitio fue denominado La Aldea. Por fin en 1545, la población de La Aldea, sobrepasaba a la ubicada en La Bermuda. En ese año se solicitó a la Real Audiencia de los Confines, ubicada en Gracias a Dios (Honduras), el permiso para el traslado definitivo al nuevo lugar.

Así nació el actual asentamiento de la capital salvadoreña. En el año del traslado, se trazaron la Plaza Mayor, los solares de los portales, los de los señores pudientes y los restantes espacios. Por supuesto, el de la Parroquia principal, que antes fuera dedicada a la Santísima Trinidad, sería a partir de ese momento, devuelta a su advocación del Divino Salvador del Mundo. Un año después, en 1546, la Villa se vuelve Ciudad por cédula real firmada por Carlos V de Alemania y I de España.

De esta manera inició su caminar histórico el más importante templo que San Salvador ha tenido. Destruido en más de una decena de ocasiones. Fue reconstruido vez tras vez, igual que la ciudad, igual que la autoestima de los salvadoreños.

Al inicio, como la mayoría de construcciones similares en América, fue hecha con materiales sencillos como adobe en paredes y techos de paja. Con el tiempo llegó a ser el edificio religioso más grande y mejor diseñado de la provincia de San Salvador y uno de los mayores y mejores de la Región.

Lamentablemente no existen grabados ni pinturas de los sucesivos templos de antes de 1808, cuando todavía era la colonia española, pero se puede apreciar el del que inició su construcción ese año, con la supervisión de quien pondría su fortuna personal y la ayuda de otros parientes y amigos, para elevarlo: su párroco y vicario general, el Dr. José Matías Delgado y León, prócer y Padre de la Patria.

El templo era imponente, tan grande como una catedral e igual de rico en ornamentación de retablos e imágenes. La economía sansalvadoreña, basada en la riqueza del añil, el tabaco y otros productos se reflejaba ya en San Salvador, en varios edificios similares. Igualmente con los civiles, habitacionales, comerciales y militares. Por eso El Arzobispado de Guatemala hizo hasta lo indecible para impedir la creación del Obispado en la Provincia de San Salvador; ya más independiente de Guatemala, dado su ascenso a Intendencia, lo que le permitía un mejor flujo de comercio y de capitales, sin la tradicional y absoluta intromisión de los correspondientes de la Capitanía General.


Este templo fue elevado a categoría de catedral y sede del obispado, en 1842. El sitio cumplió históricamente su cometido anunciado y deseado desde hacía más de siglo y medio por los habitantes, la curia y las autoridades de la Provincia, ya que de 600,000 pesos de renta del Arzobispado guatemalteco, 400,000; los aportaba San Salvador.

El portentoso edificio para su época, se dañó en el terremoto de 1854, el gobierno lo reparó durante el fallido traslado de la Capital a la Hacienda de Santa Tecla, pero sucumbió en el terrorífico sismo de 1873. Posteriormente se construyó un edificio religioso pequeño y el Palacio Arzobispal contiguo, ambos de lámina troquelada y madera, los cuales, al demolerse el templo e incendiarse la sede arzobispal, dieron paso al majestuoso templo actual, entre 1959 y 1964.

Leer más . Artículo de Héctor Ismael Sermeño, escritor, historiador y crítico de artes, publicado en Contracultura

11/8/16

"Hippies de barranco: legado de Roberto Salomón al teatro salvadoreño" de Alejandro Córdova

«Tenía que ser un burgués el que me enseñara lo que es teatro revolucionario», dijo en un periódico salvadoreño un escritor, en 1971, sobre uno de los hitos de las artes escénicas nacionales: el montaje de Marat/Sade. Se refería a Roberto Salomón, director, productor y actor, a estas alturas, de más de sesenta obras teatrales de autores clásicos y contemporáneos; un hombre de teatro que ha buscado revolucionar las mentalidades por más de cinco décadas.

Alejandro Córdova —uno de los escritores jóvenes más prometedores del país— fue invitado, a mediados del 2013 por el mismo Roberto Salomón, para continuar una iniciativa que diez años atrás había iniciado el periodista y escritor Geovani Galeas. Más allá de la trayectoria de Roberto, ahora había que documentar el desarrollo del teatro en El Salvador, principalmente a partir de la Reforma Educativa que impulsó Walter Béneke en 1968 y de la creación del Bachillerato en Artes, proyecto del cual formó parte también Roberto, hasta llegar a los diez años del Teatro Luis Poma y a la situación o panorama actual del fenómeno escénico en el país. El resultado fue Hippies de barranco, de Córdova, libro cuyo título hace referencia a una anécdota de los estudiantes del Bachillerato en Artes; una expresión que es capaz de englobar la esencia de toda una época.

Más información a La tienda de El Faro
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