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24/8/16
El nacimiento y la espera de la desafiante Iglesia El Rosario
Rodeado de ruinas y predios baldíos, camuflado por una estructura gris y sucia, el centro de San Salvador esconde uno de los edificios más ilustres y significativos de toda Latinoamérica. Una obra tan polémica y desafiante que tuvo que ser supervisada por el Papa Juan XXIII, quien la apadrinó en 1962 como un experimento previo del revolucionario Concilio que se avecinaba. El edificio y su contenido son las obras culmen del arquitecto y escultor salvadoreño Rubén Martínez.
Bastan los ojos para quedar deslumbrado ante la Iglesia de El Rosario de Rubén Martínez. Sin embargo, sus ochenta metros de longitud, sus veintidós de altura, los miles de vidrios coloreados que llenan el templo de una luz intensa y continuamente renovada, el efecto óptico de un espacio que se agranda o empequeñece según nos movemos por su interior, la agradable temperatura, la intimidad radiante del conjunto y esa extraña sensación de estar protegido son solo la apariencia de una obra total que aúna los mayores logros técnicos, una extraordinaria sensibilidad artística y una elaborada simbología que da sentido a cada uno de los componentes estructurales y decorativos del edificio.
Fue la primera parroquia y por mucho tiempo la más importante de San Salvador. Probablemente fundada en 1545 y situada en la muy colonial Plaza de Armas, fue el punto neurálgico desde el que partía la retícula de calles, avenidas y plazas que aún hoy da forma a la capital. En 1842 se convirtió por fin en catedral después de una dura lucha comenzada veinte años atrás por el cura José Matías Delgado. Elevar El Salvador al rango episcopal fue, sino el principal, al menos el más tangible de los logros perseguidos por la declaración de Independencia.
Durante las siguientes tres décadas El Rosario fue el escenario privilegiado del nuevo orgullo nacional hasta que en 1873 un fuerte sismo hundió el edificio y los nuevos aires secularizantes llevaron su reconstrucción dos cuadras hacia el Poniente, al convento que acababa de serle expropiado a los dominicos, a la par del recientemente construido Palacio Nacional. El Rosario sería reedificado en 1903 pero ya no como sede episcopal sino como nueva iglesia de los dominicos, cuando éstos fueron readmitidos en el país. Durante la primera mitad del siglo XX El Rosario estuvo hecho de lámina y madera (como la recientemente desaparecida Igesia San Esteban) y redujo su tamaño para compartir solar con el palacio arzobispal.
Sin embargo ya a finales de la década de los cincuenta del siglo XX la antigua iglesia no bastaba para satisfacer las necesidades de una feligresía creciente, entusiasta y tremendamente enriquecida.
Corrían años de esplendor burgués en el país, por aquel entonces el más industrializado de toda América Central y tercera potencia mundial en la exportación de café. Una nueva majestuosidad modernizadora pobló de imponentes edificios el centro capitalino y abrió las mentes de algunos jóvenes artistas a las atrevidas ideas de las vanguardias internacionales. Rubén Martínez tenía poco más de treinta años cuando el superior de los dominicos, Alejandro Peinador, le encomendaba el diseño del nuevo templo. Martínez había cursado solo unos años de estudios universitarios sin llegar a completar la carrera de ingeniería civil. Para desempeñar su oficio se servía de una asertiva intuición y la colaboración de socios con mejor ficha técnica. Pero fue su determinación la que le llevó a asumir el encargo y a tal fin estudiar liturgia y frecuentar a algunos de los religiosos, como fray Carlos del Cid y fray Domingo de Iturgaiz, que de Europa traían indicios de la que habría de ser la mayor revolución ocurrida en el seno de la Iglesia Católica.
El Segundo Concilio Vaticano no había salido aún de la mente del papa Juan XXIII cuando Rubén Martínez se anticipaba con éxito a algunos de los grandes cambios que estaban a punto de transformar el cosmos católico. En 1962 entregó al superior de los dominicos los planos de la nueva iglesia dedicada a la Virgen de El Rosario. La utilización del espacio sería completamente distinta, el altar cambiado de sitio y la feligresía convertida en el centro de gravitación. Prescindiría de la tradicional planta de cruz latina y la orientación hacia el Este. Eliminaría todo elemento divisorio y privado (columnas, gradas, girolas, capillas…). El nuevo templo sería como el vientre materno donde se aloja la comunidad de iguales que conformaría la iglesia del futuro.
El entusiasta apoyo de los dominicos no sirvió en cambio para que el arzobispo de El Salvador diera su aprobación. En un gesto de excepcional audacia, el padre Alejandro decidió llevarse consigo todas estas ideas para someterlas a la consideración del mismísimo sumo pontífice romano. Juan XXIII supervisó personalmente los planos de Rubén Martínez y encontró que encarnaban a la perfección los experimentos que ese mismo año comenzaban a tomar forma en el II Concilio Vaticano (1962-65). La iglesia ideada por el joven Rubén Martínez sería levantada en el centro de San Salvador, en el centro de América, como punta de lanza del nuevo espíritu eclesiástico contrario al elitismo de las misas en latín, decantado por los pobres y la religiosidad popular, algo más respetuoso con la libertad religiosa, sensible a las nuevas teorías educativas y pista de despegue de interpretaciones teológicas tan arriesgadas como vivificantes.
En tan solo treinta días el padre Alejandro estaba de vuelta en El Salvador con los planos aprobados por el papa en persona. Se trataba de una gran victoria pero también de una temible imprudencia. El arzobispado no colaboraría en la construcción de la nueva iglesia y, aunque el papa había convertido el proyecto en intocable, de las arcas episcopales no saldría ni un centavo para su ejecución. No había por tanto ni tiempo ni recursos que perder.
Rubén Martínez instaló su vivienda a pie de obra y pasó los siguientes siete años completamente sumido en la elaboración del nuevo templo de la Virgen de El Rosario. Las estrecheces presupuestarias (doscientos sesenta mil dólares fue el costo total de la obra) exigieron raudales de improvisación y audacia. Ante la imposibilidad de contar con sofisticada maquinaria, los andamios, los encofrados, las grúas y elevadores fueron construidos con madera, poleas y palancas.
Paradójicamente la Iglesia de El Rosario, en tantos aspectos emancipada de toda referencia al pasado, acabó siendo construida con técnicas más propias del Medievo. Y, al igual que las catedrales góticas, la idea original sufrió importantes modificaciones. El templo construido por Rubén Martínez creció como crecen los organismos, adquiriendo su forma de manera gradual, dialogando con las circunstancias, parcialmente emancipándose de la idea.
Leer más. Artículo de Antonio García Espada, Doctor en Historia por el Instituto Universitario Europeo y profesor de Historia del Arte en la Universidad Don Bosco e Investigador de la Dirección Nacional de Investigaciones, publicado en El Faro.
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