La primera fase de los testigos del juicio por la masacre de El Mozote
terminó. De los 17 testigos originales, 10 ya han ratificado lo que
denunciaron a inicios de los 90, ante el juez de San Francisco Gotera.
Pese al horror de los relatos, los abogados de los militares acusados
insisten en convertir a las víctimas en guerrilleros. Pero hay
testimonios que tienen el poder de decirles: "callad, callad, oíd".
Me habéis golpeado azotando
la cruel mano en el rostro
(desnudo y casto
como una flor donde amanece
la primavera)
—Roque Dalton, El turno del ofendido
Genaro
Sánchez Díaz iba todos los días a la casa de su madre, Gregoria, pero
aún no sabe por qué no fue el 11 de diciembre de 1981. “Quizá ya Dios”,
busca explicárselo. Era viernes, el segundo día de la 'Operación
Rescate' del Ejército salvadoreño. Aquel día, interrumpir su rutina le
salvó la vida, y por eso Genaro Sánchez ha podido acudir, 36 años
después, a otra audiciencia para ampliar su declaración en el caso
238-1990, conocido como
la masacre de El Mozote y lugares aledaños.
Sánchez
era en aquel entonces un agricultor de 49 años, residente –al igual que
hoy- en el cantón La Joya del municipio de Meanguera, Morazán. Dice que
cuando los soldados llegaron, su nombre estaba en listas de búsqueda,
los cuadernos del ejército que llevaban los nombres de los perseguidos.
Sánchez culpa a “orejas”, informantes del gobierno que vivían o se
infiltraban en las comunidades, de conocer detalles precisos sobre su
ubicación y sus movimientos.
Además de él, en el Juzgado Segundo de Primera Instancia de San
Francisco Gotera, este 28 de septiembre declara también una mujer de 68
años, que carga con una voz apenas perceptible, pero con un mensaje que
nadie le podrá contestar. Sánchez y Chicas son parte de un grupo
valiente de campesinos que en 1990, con la guerra viva y los militares
aún entronizados, decidieron empezar un juicio por la masacre que arrasó
con unas mil personas, en cuatro caseríos y dos cantones. Este juicio,
en el que se utilizan las reglas del Código Penal de 1973, llama a
Sánchez y a todos esos ancianos como 'ofendidos', un sinónimo para lo
que hoy conocemos como 'víctimas'. El juez de la causa, Jorge Guzmán,
los llama 'los ofendidos'. Ellos se sienten ofendidos. 36 años después
siguen sintiéndose ofendidos.
Lo primero que hace Genaro Sánchez
ante el juez es pedir perdón. “Buenos días, discúlpeme pero ya por la
edad no escucho bien algunas palabras”, le dice. Luego explicará porque
ha llegado: "mi interés en declarar es por la familia que perdí".
En
su relato, Sánchez cuenta que vio helicópteros aterrizando en Arada
Vieja, que vio a soldados disparando en La Joya, que escapó con su
compañera de vida y cuatro hijos hacia el monte, que en la noche del 11
de diciembre de 1981, Sotero Guevara y Patricio Díaz, llegaron a su
casa, llorando porque les habían matado a su familia. Entonces, los
dolientes se fueron junto a la familia de Sánchez hacia el río Las
Marías, en La Joya. Una semana después, Sánchez fue a la casa de Sotero y
encontró los escombros y los cadáveres de Catalina Chicas, Petronila
Chicas, Justa Guevara, Jacinta Guevara, Roque Guevara (a quien Genaro
llama su hijo), Ambrosio Guevara, Lorenzo Vigil, Aminta Vigil, Pedro
Vigil y…
Su relato se vuelve más crudo: “Echamos al hoyo cinco
señoras, dos hembras y dos varones. Nueve había. Y Jacinta estaba
embarazada de nueve meses (…) Toqué un cadáver para depositarlo en el
hoyo y se desprendía la carne. Más abajo, encontramos 16 muertos. Los
familiares los enterraron. A un muerto lo cubrieron con piedra laja y
con piochas picaron un paredón para que no los comieran los animales”.
Durante
su testimonio, Sánchez pide que le repitan las preguntas. El juez Jorge
Guzmán toma nota y pide consideración para el ofendido. “Recuerden que
estas son personas sometidas a una situación difícil, han quedado
marcadas psicológicamente. Debemos respetar y yo voy a estar vigilante”,
dice Guzmán, especialmente a los defensores de los militares.
Pero ellos no le hacen caso.
***
En
la primera tanda de ampliación de testimonios, hace cuatro audiencias,
entre los ofendidos también desfiló Irma Ramos Márquez, de Ranchería,
que vio a unas 30 personas muertas el 12 de diciembre y vio a perros y
cerdos alimentándose de los cadáveres. Luego Hilario Sánchez Gómez, que
se escondió en el cerro El Perico con otras 50 personas y vio columnas
de soldados incendiando las casas.
En septiembre,
declararon María Teófila Pereira, Lucila Romero Martínez, Eustaquio
Martínez Vigil, y María Amanda Martínez, cuyos testimonios también
detallan
la masacre.
Ya
declaró también Juan Bautista Márquez, testigo de casi todas las
masacres, porque anduvo huyendo con su familia y en su huida pasó por
todas las comunidades arrasadas. En marzo, Juan Bautista se rió de uno
de los abogados de los militares acusados, cuando este negaba, en sus
narices, que la masacre de El Mozote hubiese ocurrido. Los abogados de
los militares son como los mismos militares: pese a las pruebas, los
testimonios, lo siguen negando todo. “Si a mí me sacaron de la puerta de
la casa. Y dice que no hay delito ¿Cómo que no estoy yo? ¿Entonces no
es delito ir a sacar a otro de la casa?”, reclamaba Bautista.
Genaro
y todos los ofendidos sigue siendo clave en la estrategia de la parte
acusadora. Cuando el caso empezó, habían pasado nueve años desde la
masacre, y los abogados de los ofendidos diseñaron un plan para
enfrentarse al aparato de justicia salvadoreño que consistía en dividir
los roles y los papeles de los ofendidos para que entre todos, como en
un coro, denunciaran la masacre. Fue así como uno pondría la denuncia:
Pedro Chicas Romero. Luego Rufina Amaya, la mujer que habló con
periodistas estadounidenses que denunciaron la masacre en 1982, sería la
testigo principal. Las historias del resto de testigos cumplirían
diferentes propósitos: narrar una por una las masacres en cada caserío y
cantón; hablar de las violaciones, de las casas quemadas, de la
participación de diferentes unidades militares… El rosario del horror se
llenaba de cuentas.
27 años más tarde, esa estrategia
se ha visto alterada, entre otros factores por la muerte de los
protagonistas. De los 17 ofendidos del reparto original, cinco ya
murieron: Pedro Chicas,
el denunciante original; Rufina Amaya,
la testigo principal; Sotero Guevara,
víctima junto a Genaro de la masacre en La Joya; Domingo Vigil Amaya y Raquel Romero, ambos sobrevivientes de Jocote Amarillo.
Hay
12 personas que siguen vivas pero dos no han podido declarar en el
juicio por problemas de salud: Rosa Ramírez Hernández y Bernardino
Guevara Chicas.
Los otros 10 ratificaron su testimonio
ante el juez entre junio y septiembre de 2017. El más longevo, con sus
93 años, es Anastacio Pereira Vigil. Fue el primero en pasar, quizá
porque es a quien ya le va quedando menos tiempo para denunciar todo lo
que sufrió. Pereira encontró los cuerpos de sus familiares en casa de su
hermana, y aseguró que había muchos cadáveres en la iglesia, pero no
entró porque no soportaba el olor.
***
En
el juicio de El Mozote se persigue al alto mando de la Fuerza Armada, a
18 militares entre los que destaca el ministro de Defensa de la época,
el general José Guillermo García, deportado en 2016 de Estados Unidos
por haber sido un hombre con mucho poder que violó derechos humanos.
Pero además de ellos, es como si este juicio también sentara en el
banquillo a los gobiernos salvadoreño y estadounidense, que durante
décadas negaron que en El Mozote hubiera pasado algo.
Para
llegar hasta García la estrategia de los acusadores busca comprobar que
la masacre de El Mozote fue cometida por varias unidades del Ejército,
entre las que destaca el Batallón de Reacción Inmediata Atlacatl, que
seguía las órdenes del Estado mayor.
La estrategia de
los defensores de los militares es la misma con la que muchos militares
justificaron, y siguen justificando, la muerte de alrededor de mil
campesinos: la vinculación entre esa población y la guerrilla. Sembrar
la idea de que los ofendidos eran guerrilleros y que las muertes
registradas fueron o producto del enfrentamiento directo o bajas del
fuego cruzado. Los defensores de ahora actúan como los militares de
antaño.
Hace 27 años, en su denuncia original, el
ofendido Genaro Sánchez dijo que se enteró que el Batallón Atlacatl
había sido responsable del operativo porque se lo contó Rufina Amaya, la
testigo principal. Ahora, Sánchez ha cambiado su versión. Dice que se
enteró sobre el batallón Atlacatl porque lo escuchó en Radio Venceremos,
una emisora de la guerrilla.
Los abogados defensores de los
militares parecen tiburones que huelen sangre tan pronto como la palabra
“Venceremos” termina de salir de la boca de Sánchez. La Radio
Venceremos era la frecuencia clandestina de la guerrilla. Entre los
supuestos objetivos militares que devino en las masacres, en 1981 el
Ejército hablaba de la captura y desarticulación de los miembros de la
Venceremos.
***
—¿En qué fecha Rufina le dijo que el responsable del operativo había sido el Atlacatl?
Quien
pregunta es Rodolfo Garay Pineda, abogado, exdirector de Centros
Penales en los gobiernos de Arena, defensor de los coroneles Roberto
Garay Saravia y Rafael del Cid Aguirre. En una
entrevista con El Faro, en mayo, Garay Pineda dijo que él sigue negando que la masacre ocurrió.
Sánchez
no responde a la pregunta de la fecha, pero dice que el Atlacatl hizo
un gran desastre. Garay insiste en que Sánchez aclare si recibió la
información sobre la autoría del operativo de Rufina o de la radio. El
querellante David Morales, exprocurador de Derechos Humanos, objeta:
—La defensa está haciendo una pretensión indebida. Él ya consignó que algunos puntos no eran como se había dicho.
El
juez concede la objeción. Garay Pineda vuelve a su asiento, pero antes
dice: “está plenamente establecido que el testigo se contradice”. El
abogado viste de una chaqueta verde olivo, camisa blanca y corbata roja.
Mira hacia atrás, por encima de su hombro, a otro grupo de hombres que
han llegado a la sala. Levanta las cejas y debajo del bigote se asoma
una amplia -y arrogante - sonrisa.
Otro abogado, el coronel Adrián Meléndez Quijano, continúa el interrogatorio.
— ¿Sabe dónde está ubicada la radio?
— Era móvil -dice Sánchez
Otro abogado, Roberto Girón Flores:
—¿Vio a quienes andaban con la radio?
—No, solo los meros principales andaban- dice Sánchez.
— ¿Sabe dónde estaba la radio?
—Se movía en Guacamaya, o Arambala -dice Sánchez.
Giron
Flores se gira a su público y les regala otra sonrisa. Garay Pineda es
más efusivo y parece celebrar un gol: alza las manos y gira en su silla,
mientras vuelve a ver a la izquierda, al equipo contrario. “¡Vaya!
¡Vaya!”, repite y se ríe. Por mucho tiempo, quienes niegan El Mozote han
dicho que las víctimas eran guerrilleros. Garay Pineda, alguien que
dice que El Mozote era “un cementerio de la guerrilla", cree que ese
argumento le servirá para desacreditar a Sánchez. Los abogados de los
militares, y los militares, siempre han querido convertir a Sánchez y a
todos los ofendidos en guerrilleros armados.
El triunfalismo de la
defensa comienza a derrumbarse cuando el juez Guzmán le resta crédito a
los guiños de los abogados: “Sánchez solo relacionó un conocimiento
común sobre la radio”, sentencia.
El turno del ofendido Genaro
Sánchez culmina con una última confesión. Luego de que el juez Guzmán le
agradece la intervención, Sánchez responde: “Sí, es que es la verdad”.
***
El turno de Lidia Chicas está a punto de suspenderse. El juez Guzmán
convoca a un fiscal, un querellante y un defensor a su despacho. La
testigo se siente mal: vomita, se ve temblorosa, pero se recompone y
todos deciden seguir adelante.
Chicas tiene 68 años, y declaró por
primera vez en agosto de 1992. Lleva un suéter y una pañoleta azul
amarrada en la cabeza. Camina hacia su lugar para empezar su testimonio,
asistida por un hombre que le sirve de bastón.
Habla muy suave y
no se acerca al micrófono. Lidia Chicas está nerviosa. Lidia Chicas
tiene miedo. A Lidia Chicas le duele contar cómo la ofendieron: “El 13
de diciembre de 1981, como a las 6 de la mañana en el caserío Poza
Honda, en Meanguera, vi a un buen número de hombres uniformados de color
verde y armados de fusiles y corvos. Desde como las ocho de la mañana,
empezaron a matar a las personas que residían en el lugar. Yo oía gritos
de las personas y golpes como que estaban cortando matas de guineo,
mientras yo estaba escondida en unos matones (matorrales)…”
“Vi
cuando mataron a machetazos a Sinforoso Reyes, a su esposa Eugenia
Díaz, que estaba embarazada, y a cuatro hijos, menores de edad. Los
niños le hablaban al papá y a la mamá. Decían ‘mamita, levántate de ahí’
¿Y cómo se iban a levantar si ya estaban muertos?”, dice Lidia, en una
denuncia pronunciada con un tono demasiado bajo, pero cuyo contenido
grita demasiado fuerte.
En la masacre, mataron a los padres de
Lidia, Pablo Chicas y Florentina Mejía. Su hermano Omar tenía una
cortadura en la cara y los dedos mutilados. Su hermana Agustina estaba
en un peñón con la falda hacia arriba y la ropa interior abajo. En la
masacre, mataron a tres hermanos menores, su abuela, tres tíos, tías,
primas…, en total, 55 familiares.
¿55 dijo? Lo corroboro con otra
periodista que también cubre la audiencia. Y sí, dijo 55. Si en la
masacre de El Mozote murieron mil personas, el 5 % eran familiares de
Lidia. El silencio que ha envuelto a la sala es atroz.
Preguntan entonces los querellantes y los fiscales:
— ¿Por qué dice que fue el ejército quién mató a la gente?
— Porque ellos fueron, yo los vi.
— ¿Quiénes la ayudaron a enterrar a la gente?
— Solo yo con mi esposo.
— ¿Cómo la afecto esto?
— Solo yo quedé con mi hija: yo no tengo nada.
— ¿A cuántos sus familiares le han entregado?
— Ya ni me acuerdo.
Las
manos le tiemblan y toma té. Turno entonces para que los defensores
pregunten, pero algo pasa. Cuando Lidia termina y los abogados que la
representan acaban sus preguntas, nadie en el bando contrario puede
decir nada. Están mudos. Ninguno de ellos tiene preguntas. La audiencia
termina y los tiburones han perdido sus dientes. Lidia los ha
silenciado.
Cuando ocurrió El Mozote, la legislación salvadoreña
no asignaba la calidad de “víctimas” a quienes sufrían un delito. Les
llamaba “ofendidos”. El poema de Roque Dalton cobra vida:
Ahora es la hora de mi turno
el turno del ofendido por años silencioso
a pesar de los gritos
Callad
Callad
Oíd